Las veo en el bus, a las tres, tan elegantes, tan peripuestas, tan comedidas con sus boquitas de pitiminí y sus guantes de piel vuelta, y me reconcilio un poco con el mundo.
Yo cojo el 9 en la calle Velázquez, recién salida de trabajar, refunfuñando para mis adentros porque otra vez me ha tenido que rescatar Vicente, el conserje, de la puerta acerrojada para la noche.
Las elegantes damiselas que inmediatamente atrapan mi atención van sentadas en la primera de las filas traseras del autobús, llevan el mismo tinte de color de otoño e idénticos tirabuzones escarolados recién salidos de la peluquería. Una de las tres amigas viste un abrigo de cuero tipo matrix que le llega al tobillo escueto apenas cubierto por la aleve media de mezclilla. La segunda, un barbour lustrado más deportivo, aunque un broche con una perla se adivina orgulloso en la solapa de su sobrio traje de chaqueta. La tercera luce, solemne, un astracán, a juego con sus rizos, que me vuelve loca.
Llevan las tres zapatitos de tacón de los que llaman kitten (zapatos de abuelita bondadosa en su salida al bingo), huelen a flores de violeta y a lavanda, se han pintado con esmero las pestañas, se han acicalado con esmero festivo y ahora cuchichean con jolgorio en la víspera de la Almudena. No sé si salen de misa, si vuelven del cementerio, si quedaron para merendar un chocolate con churros y ahora regresan a casa o si acaban de emperifollarse para salir de farra, pero se dirigen al barrio de Prosperidad, el mío, y van tan animadas, tan coquetas, tan joviales, tan amigas entre sí, que da gloria verlas reirse y cotorrear en la noche de otoño.
Las arrugas se les arraciman en las comisuras de los labios y alrededor de sus ojillos traviesos porque van riéndose de mil tonterías que apenas oigo. Y me acuerdo de Penélope (que no se llama Penélope aunque me jugaría una mano a que Serrat se inspiró en ella) esta la mujer tan alta y esbelta, que siempre está sola en la calle Goya, sentada en su banco frente a Nebraska, con sus medias de puntilla blanca y abrigo marrón y su mirada triste. Podrían hacerse amigas para merendar juntas una bamba de nata en el Viena Capellanes...
Me parece que mis muy elegantes señoras están gozando la vida rabiosamente. Que están contentas. Y me contagian su alegría sólo de verlas.
"Feli, le llamábamos Feli -escucho decir a la más dorada de mis cotilleadas compañeras, entre risas- pero mi marido se llamaba Felicísimo. A ver si superas eso".
Ana, pídete unas llaves y no atormentes más a Vicente :) Un brindis por las señoras de la Prospe! Muy chulo el post
ResponderEliminargracias, Patch. tienes razón, creo que Vicente debe de odiarme en secreto :-(
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