Quizás es que llevo unos días con un aire Raskolvinok (aunque no haya matado a ninguna vecina), quizás es que con este frío me imagino como Ana Karenina junto a las vías del tren, quizás es que sueño con el Neva lanzando tintineos de luz al ocaso o sólo que tenía unas ganas locas de comer caviar, como sea, este año, por mi cumple, se me antojó cenar en un ruso.
Al otro lado de la estepa de la plaza de la Plaza brillan las bombillas redondas de "El Cosaco" que, según pone en su tarjeta, es el restaurante ruso más antiguo de Madrid: abierto en 1969, casi nada.
Una robusta camarera rubia con aire de mujik nos enciende una velita en nuestra mesa camilla, junto a la chimenea iluminada con papel pinocho carmesí. Nuestra vajilla de cerámica, profusamente ornamentada y levemente descascarillada, dibuja una escena campestre diga de Chejov. La sala (pese a las sillas de Ikea modelo Ingolf y al cojinete Majvor -es lo que tiene saberse el catálogo) es un hogar, una casa preñada de recuerdos, recargada y adusta. Destila un aroma de tarde de invierno, de confidencias entre hermanas -tres-... sería el tipo de recinto que volvería loco al Tío Vania. Hay un dibujo de un jardín florecido de cerezos frente a uno de los ventanales. Delante del gran espejo barroco que preside de la sala, destaca un gran samovar dorado. Sendos ficus -no paramos de preguntarnos si son o no de verdad- velan la imagen de la calle lluviosa. Todo es melancolía y refugio.
Además de con unas 'baltikas' y los pepinillos, pan y mantequilla del aperitivo, empezamos la cena con unos blinis con caviar, huevas, salmón ahumado y arenque, todo con su nata agria... una delicia para regodearse oblomovistamente, en tantos placeres.
De segundo, un obligado strogonof (suculento y sabroso, el mismísimo príncipe Minsk pareció sonreirme al otro lado de las ventanas de la calle) y unos medallones de solomillo de buey con una salsa sabrosísima de setas. A estas alturas ni el mismísimo Turgeniev en sus viajes europeos hubiera sido más feliz.
Un poco llenos, nos aventuramos con los postres: una potente tarta de mus de chocolate, Tatiana, y una riquísima obra de arte pastelera de requesón caliente y pasas, la Vatruska.
El pequeño samovar eléctrico que nos aproximan hasta nuestra mesa camilla y que, como es tradición, vamos bebiendo a sorbitos, en nuestra jarra de monarca medieval, mezclándolo amorosamente con mermelada de fresa, pone el moroso colofón a una cena digna de un par de zares.
Mmm, quién pudiera vagar por las calles de San Moscú, las manos en los bolsillos, junto a un gato parlanchín, el maestro y margarita....
pd. El Maestro y Margarita, de Bulgakov, es uno de los libros más divertidos y maravillosos que he leído jamás.
Ay qué ver, qué bien escribes y qué buen gusto tienes, amiga. ¿Dirección del garito?
ResponderEliminargracias, Noelia! qué tontuela!
ResponderEliminarEstá en la Plaza de la Paja, 2 y es muy recomendable.
El tfno: 913 653 548
No sé por qué, desde hace unos días no les funciona su web...