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11 de noviembre de 2011

Por 'The Gentlewoman'

Creía que Monocle era mi revista favorita en absoluto.
Podría haber sido derrocada por un reciente descubrimiento hemerográfico que, como en el caso de la sagaz y flemática revista del monóculo, también viene de la nebulosa Londres.
El otro día, después de una reunión editorial en una de las oficinas más bonitas que conozco (la de Gap´s: un día dedicaré un post a los ascensores antiguos y la fascinación que ejercen) me dio pereza volver a comer a casa. Eran casi las cuatro y últimamente tampoco es que tenga el estómago muy allá.
Recordé un pequeño reducto que, a finales de verano, me habían descubierto Lucía, Marmo y Charo.
Como entonces sólo estuvimos en su terracita no intuía el paraíso para hemerófagos que incluye el muy pizpireto espacio de Magasand (c/ Columela, 4, tienen otro establecimiento en Chueca, en la travesía de San Marcos)
Magasand es una obligación para los amantes de la comida sana y rica (absolutamente memorable su crema de guisantes -y eso que la pedí confundida creyendo que era de calabacín porque yo soy de esas personas que no ven ninguna gracia un guisante).
Para cazadores de revistas desconocidas (diseño, lifestyle, fotografía, moda...), Magasand es una cueva de los tesoros.
Con sus mesas alargadas, con sus flexos, sus estantes llenos de promesas, con su barra, sus zumos riquísimos, su tarta de queso (me llevé una porción para Mirko)... es un sitio al que hay que ir.
Mientras paladeaba mi deliciosa crema de guisantes (de un tamaño suficiente para almorzar) y la acompañaba de una jugosa ensalada de garbanzos (al final me puse morada), descubrí la revista a la que dedico este post, Gentlewoman, que empecé a leer 'in situ' y decidí comprar para seguir leyendo en casa.

Con su elegante estética vintage, Gentlewoman, que tiene una periodicidad bianual y aquí en Madrid cuesta siete eurillos del ala, te hace recuperar la fe en la posibilidad de una revista femenina inteligente, astuta, bien hecha, con secciones típicas de revista femenina (que si moda, que si belleza) pero, también, con fabulosas entrevistas y con una forma de presentar la información que es tan audaz como mordaz.

La que dedican a su chica de portada de este invierno, la muy bella actriz británica Olivia Williams, es fabulosa. La de Jennifer Egan (tengo que leer alguna de sus novelas ya), muy recomendable. La que recoge los trucos para ser la anfitriona perfecta de Chantelle Nicholson, genial.
Su editorial de moda sobre estampados (las únicas páginas a color de la revista) es memorables y su índice en torno al concepto de Modernidad (Modern Metamorphosis, Modern Casting, Modern Dealing, Modern Hosting, Modern Giving...)

Y luego hay publicidad, claro, pero no molesta en medio de la revista o de la lectura.

Me pasa con Gentlewoman que me descubre a mujeres de las que quiero saber más, que me da ganas de leer más libros y no sólo de comprar más cosas.

Os la recomiendo. Es, como aseguran en su última portada, absolutamente, 'lovely'.
A ver si mañana me hago otra escapada a Magasand, a ver si hago algún otro gran descubrimiento.

24 de diciembre de 2010

Por los 11 mejores villancicos (según mi propio espíritu navideño)

Los habrá que crean que nada hay más uncool. A mí, que soy de pandereta y rinrín con la botella de Anís del Mono, me gusta un buen villancico a estas alturas del año.
Porque hoy es el día para brindar por ellos con más brío y espíritu que nunca, he aquí la lista de mis once villancicos favoritos.

1) La marimorena. 
Porque me recuerda a las excursiones a la Plaza Mayor con mi abuelo Enrique, las cabalgatas de Reyes y cuánta gracia me hacía que al pobre de San José unos ratones le royesen los calzones. Porque es gamberro y divertido y, cuando lo cantaba de pequeña, siempre me imaginaba en una fiesta de 400 en cuadrilla, sentados en 400 sillas y me parecía que debía de ser lo mejor del mundo. Ande, Ande, Ande...

2) Let snow...
Porque la primera vez que fui plenamente consciente de su significado, lo cantaban un guitarrista rubio y un tío con rastas en un garito del Lower East Side, porque, fuera, en efecto, hacía un frío que pelaba, yo vivía mi primera nevada neoyorquina (era 2004) y nos acabábamos de poner ciegos de pasta en uno de mis italianos favoritos, Arturo´s de la calle Hudson.



3) El tamborilero
No descarto que, de niña, viviera una leve intoxicación de Raphael, pero es recordar el célebre vídeo de "la voz", con su cisne negro y su mirada al cielo, es pensar en ese pobre pastorcillo percusionista, talentoso y humilde y no puedo evitar conmoverme...  porropopón porropopón...

4) Joy to the world
Si existe un canto de felicidad, esperanza y plenitud, para mí es éste. La versión que cuelgo a continuación es tan épica y triunfal como alucinante.



5) Adeste Fideles. 
Siempre quise, de niña, aprenderme la letra. Creo que jamás pude. Para mí olía a Misa del Gallo, a regalos esperando bajo el árbol y a risas y bromas con mi hermano y mis primos.

6) Arre Borriquito. 
Seguro que no es lo más políticamente correcto del mundo ponerle un petardo a los aguinaldistas, pero si yo tuviera un hijo, le cantaría este villancico sin parar. Sólo la introducción instrumental, ya me pone de buen humor, pero para mí la felicidad cabe en la quinteta de su estribillo, será por el "que mañana es fiesta y al otro también"...



7) Santa Claus is coming to town. 
Porque me trae el recuerdo de la pista de hielo de Bryant Park y porque jamás hubiera aprendido a pronunciar la palabra "naughty" sin esta canción navideña. (la versión de los Jackson Five es extremadamente guay)

8) Canticorum. 
Una vez estuve escuchando los ensayos del Coro Complutense de este maravilloso canto de júbilo y, desde entonces, para mí es todo un himno a la dicha. Gracias, Haendel.

9) O Holy Night. 
Lo compuso John Williams para 'Sólo en casa' y yo sé que a mi padre le encanta. La morriña, el calor familiar, la vuelta a casa por Navidad, el misterio, se cuelan en las voces maravillosas de estos niños.


10) War is Over. 
Si John Lennon y Yoko Ono pudieron escribir un villancico, es que molan. Y éste mola muchísimo



11) Ave Verum. de Mozart. 
No sé si es en rigor un villancico, pero Mozart no pudo crear algo más bello para recordar al Dios hecho carne que, entre tanto polvorón y tanta zambomba, es, a fin de cuentas, lo que celebramos esta noche.

Ay, ¡Qué bello es vivir! Feliz Navidad a todos.

PD. Añado un descubrimiento de última hora. A ver qué os parece

Hurts - All I Want For Christmas is New Year's Day from Esmeralda Escudero on Vimeo.

17 de noviembre de 2010

Un brindis por Esquire

A mí hay algunos gestos que me hacen feliz, cositas de nada. Uno de ellos es bajar al quiosco y comprar una revista (y, con suerte, devorarla golosa, morosamente, delante de un buen café, un sábado o un domingo por la mañana, lejos, muy lejos, más lejos aún, del mundanal curro, más lejos si se pudiera todavía).

Aunque soy de buen leer hemerográfico (me entrego con deleite desde el QMD al Babelia, de Traveler al Diez Minutos. de la guía del ocio a la edición francesa del Elle) hay revistas que me gustan particularmente.

Si, de entre las femeninas, mi favorita es Marie Claire (con permiso de mis antiguas compañeras de AR, otro mensual muchísimo más apetecible de lo que hacen pensar sus lúdicas portadas), diría que quizás mi predilecta, en absoluto, la que más despierta mi orgullo periodístico, la que mejor me hace reír y fantasear, la más cachonda y creativa, es una masculina tan bien temperada como un Luminor de Panerai, tan favorecedora como un blazer de Loewe.

Hablo de Esquire, que, en su 35 cumplemés, en el número de noviembre, estrena, además, rediseño.

Me gusta porque es una revista de listillos, irónicos, cínicos y voluntariosamente elegantes, el tipo de sitio donde podrían escribir Groucho Marx o Dorothy Parker. Me gusta porque me fío de sus claves y porque su página de libros está maravillosamente escrita. Me gusta porque ordena sus páginas como un viaje en avión, con su business class y todo (¡qué encanto, Vicky Vilches!)

De Esquire me gustan desde sus portadas hasta su recién estrenada Smoking Room (la única sala para fumadores, dicen ellos mismos, abierta en una revista), desde su nihilista sumario hasta las críticas gastronómicas de Rodrigo Varona. Me gustan sus citas y sus recuerdos, sus bandas sonoras de pie de página, sus "10 cosas que no sabes de las mujeres", sus chicas que ponen de buen humor, y, particularmente, su inteligente sección de agenda, su Check-in.

Es verdad que a ratos sus páginas de moda tienen un punto de pitillo y ceñimiento que no comparto (habrá lectores que lo demanden, no me cabe duda), pero lo compensan con suficientes dosis de testosterona y mandíbulas sin afeitar.

Además, son tan fabulosas, me gustan tanto sus entrevistas (actuales o desempolvadas -como la maravillosa reconstrucción de Steve McQueen, o como ese desenfadado credo de Ray Bradbury), sus frikitemas (el de los mostachos es un descojone), sus recomendaciones de Gurús, sus ilustraciones, sus páginas de recetas...

Porque yo no sé si existen los hombres Esquire (those men at their best) o sólo los soñamos nosotras... me consta que, si existen, deben de ligar a saco...



Para los que quieran intentarlo, en el último número, Esquire da pistas y reseña las 15 habilidades que "todo hombre (y, me atrevo a decir, también toda mujer) debería poseer". Son una joya... Deberíais leerlas para ser más altos, más guapos, más sanos y mejor vestidos...

Utilizo el colofón de la número 8 (...cómo sonar más interesante) como despedida y prometo, nunca, jamás, hablar a desconocidos de mi blog.

13 de noviembre de 2010

Un brindis por Lefties

De primeras lo odié, con ese odio beligerante y respondón que augura sólo el ineluctable enamoramiento. La luz me parecía mortecina; el desorden, totalmente disuasorio; los dependientes, tristes, malgreñados; la marabunta de compradoras, intimidante.

Lo conocí en la esquina de Gran Vía, descomunal, caótico, agotador... Me dio pereza y, casi, miedo. Lefties, en mi primera impresión, me pareció un horror. Mejor el Sepu. Mejor H&M. Mejor ahorrar para dejarse caer, una tarde de rebajas por Bimba y Lola. Mejor, la abstemia compradora.

Al arrullo del mileurismo contumaz y en mis paseos de vuelta a casa (entonces vivía en Lavapiés) me fui reconciliando con Lefties, esta vez a la vera de la Puerta del Sol, junto al Zara más feo de todos los Zaras que conozco (el de calle Carretas). Que querías unas bailarinas tintineantes por 10 euros, rebuscabas, rebuscabas, y allí estaban. Que te quemaban 2 euros en el bolsillo... una camiseta, un pañuelo, unos pendientes resultones te estaban esperando. (oh, bendita sección de taras, ¡cuántos hallazgos!) Que, pasado el día 15, se te metía entre ceja y ceja que necesitabas un jersey. Voilá. San Amancio de los pobres, tenía la respuesta.

En mi nueva ubicación, a salvo de tentaciones que, en mi humilde opinión, está cada día más sobrevaloradas  (75 euros un vestidín de gasa en Zara ¡overrated! 80 pavos una rebeca en Mango. ¿what? 49 euros una blusa -muy bonita- en H&M. ¡vade retro!...) tengo sólo un Lefties y un par de tiendas de chinos como válvulas de evasión en las tardes de ineludibles pulsiones compradoras. Y entre Lefties y las tiendas de chinos... el Lefties lo tengo más explorado.

Y lo adoro. Lo adoro porque me encuentro a las vecinas (desde las adolescentes entontolinadas a las abuelas modernas, de las inmigrantes latinas a las europeas del Este) Lo adoro porque siempre hay algún tesoro oculto en algún sitio. Lo adoro porque no hay lugar más barato donde encontrar un regalo. Lo adoro porque su ropa, bien disimulada, hace de básico tan duradero -o más- que los de otras tiendas para la plebe. Lo adoro porque, desde 4 euros (desde 8 ha sido hoy), te chutas un analgésico consumista que te alivia los sobresfuerzos laborales, las horas extra, las carreras interminables... y que te da más ganas de currarte el estilismo de sábado noche.

7 de noviembre de 2010

Por los aromas florentinos

Acabo de pasar unos días en Florencia. -A volte, sono troppo fortunata- y me he traído en el recuerdo una carta de aromas que ni el Jean-Baptiste Grenouille de Patrick Suskind.

Porque, en medio del olor a sol y a molicie y a belleza de estos días de primeros de noviembre, la que sin duda es una de las ciudades más justamente elogiadas del mundo (que se lo digan a Stendhal ante la Santa Croce), se me ha presentado en clave de olor.

El olor del capuccino -penetrante perfume de café y leche caliente- del desayuno en la terraza de Scudieri, recoleta terraza florentina ante esa maravilla inenarrable que es el Campanille de Giotto.


El olor caprichoso del lujo y la indolencia de cada una de las boutiques de marcas pijas (de Ferragamo a Gucci, de Moschino a Dolce&Gabanna, de Prada a la Bottega Panerai) que jalonan el centro histórico.

Las mil y una fragancias (a musgo, a vainilla, a mirra, a maderas, a césped, a miel, a zanahoria...) de la lujosa barra de aromas de L'Olfattorio, impresionante coctelería olfativa capaz de encontrar, entre las cúpulas de pandeoro y las lámparas constelatorias, el aroma perfecto para cada cliente.

Estos días, Florencia ha sido, para mí, sinónimo del aroma de los deliciosos panini tartufati de Procacci (trufa hecha bocadillo, pero también mantequilla, tagliolini, bombón, panacea...), fragancia pura y rotunda de trufas, que marea y embriaga nada más abrir la puerta de este delicatessen de lujo en la penumbra de la pizpireta calle Tornabuoni (¿quién no se vuelve bueno con tanto deleite?)

Y me ha olido la ciudad de los Medicis al cuero curtido del colorido Mercado de San Lorenzo (olor de guantes de piel de cordero, de cartapacios de napa envejecida, de atrapapalabras encuadernados en ante, de bolsos de todos los colores y todas las formas y todos los tamaños...)

Porque Florencia huele a vino y a hambre, a Chianti y a mortadela (como los muy deliciosos de Fredobaldi), a pizza de pecorino (la Bussola), a paté de hígado y a carne de morcillo con pimienta como los del inolvidable 'peposo' de la trattoria 4 Leoni, a polvos de Collstar de la Rinascente, al cioccolato con panna de ese café literario donde nació el Futurismo (Giubbe Rosa), a las cadenitas de oro y diamantes del Ponte Vecchio.

Y aún a más cosas...
Porque, al cabo, al acabar mis golosas y gozosas jornadas de 'fancazzista', mareada de tantos olores de manjares y tesoros, a la vuelta de la esquina de la Piazza della Santa Trinitá y la Via delle Terme, me abrumaba todavía el aroma de rosas recién cortadas desde la misma recepción del NH Porta Rossa, un hotel del que dicen que es el más antiguo de Italia, el único, sin duda, cuyas vidrieras rosadas rezan -en honor a sus antiguos propietarios traficantes de opio- la extravagante leyenda "Per non dormire".

Yo sí he dormido aquí y muy bien, por cierto, en sus mullidos colchones donde, hace un montón de años se rodaron esas escenas míticas de Amici Miei.

Y en la cima de su torre Monalda, asomada a las mejores vistas de la ciudad dantesca, he soñado con los mil aromas de la vita bella.

25 de octubre de 2010

Por la "Casa de las Torrijas"

Yo, debo confesarlo inmediatamente, adoro los bares "de toda la vida", la estética viejuna de tabernilla ajada y castiza, la tasca de azulejo y gamba a tierra.

Entre un lounge-bar de claroscuros flúor y un buen tugurio aguardentoso, entre un 'penhouse' de camas balinesas y un arcaico bareto para jubilados, me quedo, alegremente, con los segundos.

Si Madrid está llena de garitos, hay muchos del tipo que a mí más me gusta y que bien merecerían un post como éste; de casi ninguno sé el nombre verdadero, me oriento por su ubicación y los recuerdos que pueda guardar de ellos: el bar de la muerte de Tirso, el de los cuentos chinos de detrás de Sol, el de la víspera de Navidad de Quevedo, el de la noche con Olga de San Vicente Ferrer, el que llamábamos del enano verde en las juergas con Elena... Otros mantienen su egregio nombre en mi memoria como un trofeo "La Venencia", "El Palentino", "La Casa de Granada"... y aún otros tienen un aire de impostura gafapástica que me hace dudar de su honestidad (¿fue siempre tan cool el Maño? ¿y el Dos de Mayo? ¿y las tintineantes Bodegas lo Máximo en que hoy sirven un ominoso garrafón?)

Entre todas estas estas cantinas de abolengo hay una por la que quiero brindar ahora y quiero hacerlo porque este fin de semana me eché unas buenas risas bebiendo su vino de la casa a 90 céntimos, pelando los pistachos de sus tapas y cotilleando las batallitas del par de borrachas afincadas en su barra de azulejo. En la callejuela de la Paz (a continuación de Correos), un par de pasos después de ese paraíso para las cosedoras y 'duityurselfistas' que es Pontejos, frente al fantastma de ese teatro maravilloso que fue el Albéniz, está la Casa de las Torrijas, el As de los Vinos, según proclama orgullosamente el precioso espejo de su salón.

Que nunca, entre las veces que he ido, me haya apetecido una torrija (de 1,30), que no me haya atrevido con sus olorosas raciones de callos (6 euros) o que el pequeño camarero de calva repeinada no se parezca nada de nada a Kortajarena (por más que no deje de ligar con las borrachas), es lo de menos. Este mesoncillo legendario a la vera de la puerta del Sol es un tesoro. No en vano, según reza un letrero, fue fundado, nada menos, que en 1907.

Siempre lo he pasado de miedo en la "Casa de las Torrijas". Su luz de gas, sus espejos omnipresentes, sus maleteros dorados, como de tren, sobre los banquitos de sus paredes, sus carteles de toreros y manolas, sus preciosos azulejos verdes y azules, sus polvorientas botellas de Soberano en exposición, su desubicado gato chino de la suerte (un gatito dorado de los del todo a cien) y sus mesas de colores brillantes con vehementes anuncios sobre las propiedades reconstituyentes del vino le ponen a uno de buen rollo.

Le da ganas a cualquiera de irse de farra, de beberse la vida a sorbos felices y de brindar sin parar por las cosas bellas.

20 de octubre de 2010

por la calle Argensola...

...que con sus 25 números escasos y sus dos manzanas, es una de las calles más bonitas de Madrid.

Un poco pijita y coolhuntista, cierto, pero tan encantadoramente parisina (será que está a la vera de la plaza de la Villa de París, en el alto Chueca), tan bohemia con sus balcones de forja y sus bellísimos portales como el del número 20, envidia de los portales del vecino Barrio de Salamanca.



A mí me encanta irme entreteniendo, desde Mejía Lequerica hasta Génova, de escaparate en escaparate, de capricho en capricho (un entretenimiento platónicamente estético y visual, nada de comprar a estas alturas del mes), de Nice Things a la Pluscuamperfecta, de Suus -madonna, ché scarpe italiane!- a Amaté -golosinería a la enésima potencia- de Antaura a A13... ¡La vida puede ser tan requetemonísima!

Uno (una) se asoma a todas esas promesas de tesoros vintage (ahora queda en mi corazón el recuerdo de un colgante dorado con forma de guepardo que quisiera haber heredado de mi abuela exploradora en Tanzania), a esos bolsos fabulosos (Ensanchez, haces el mundo más bello), a esas delicias pantagruélicas y hermosas (¡oh, gozo hecho comida en Antoura, con ese carro de frutas que parece un bodegón flamenco!), a esos uñódromos donde dejar tu manicura niquelada y pizpireta, a esas montañas de libros fabulosos (en Gaudí), a ese lotero solitario, a esas tablas de skate... (me he vuelto loca esta tarde en la calle Argensola) y se da cuenta de que a veces la felicidad está en 25 minutos de dicha asomado a un ramillete de escaparates.

Argensola es un preludio de Navidad, un conato de viernes, una maravilla. Mañana me paso por la taberna de la esquina a brindar por el fin de semana que se entrevé ya en la distancia...

17 de octubre de 2010

Un brindis por el Rastro...

que empieza con el desayuno al sol de Tirso de Molina: café con leche en la terraza de la taberna, napolitana de chocolate de la pastelería de al lado.

Un brindis por el trío de swing que toca en la plaza del Duque de Alba, con su indumentaria de época roja y negra; por la gitana que berrea en la esquina, por la tropa de violinistas húngaros, por las dos cantantes de voces agudas que tocan el ukelele remedando a las Andrew Sisters.



El sol repiquetea en la plaza de Cascorro, más allá de los vendedores de orquídeas, de los puestos de Levy's de segunda mano, de los tenderetes de bisutería y juguetes infantiles, apenas un paso más adelante del imperturbable barquillero. Y la marabunta desciende por la Ribera de Curtidores en busca de cachivaches, pelapatatas eléctricos, babuchas marroquíes, pañoletas de colores inverosímiles.

A mí me gusta torcer a la derecha justo antes del conservatorio de danza, por la calle de las Amazonas, donde venden los boquerones en vinagre más ricos de mundo y el olor de las sardinas asadas del bar Santurce invade las aceras.

Mi favorita es la plaza del general Vara del Rey porque allí la señora María pone su banca de ropa a un euro (3 piezas a 5 euros si se pone magnífica o le consta que viene con buena mercancía) A veces me guarda tesoros y hoy he encontrado una blusa blanca preciosa que ha resultado ser parte de un antiguo uniforme de Iberia.

Tras la media hora de revolver en el cajón de ropa usada, uno puede seguir bajando por Curtidores, parando a ratos en las tiendas de muebles y en las almonedas llenas de tesoros. Un par de nuevas quincallerías chinas me tientan con sus anillos de jade, sus láminas de colores, sus figuritas eróticas en falso marfil, sus grullas intimidantes y su soberbio mobiliario de la dinastía Ming.

Y de remate un vermut en la plaza de los cromos, o una tosta aceitosa de pulpo donde acaba la calle de Mira el Río Baja. Paco Villar, a la vera del Cambalache, ya está recogiendo sus tesoros de plástico y sus guitarras de formas inverosímiles.