26 de enero de 2011

Por la lista de amantes de Don Drapper

Si hay una serie que me fascina últimamente (y yo soy muy de series), si hay un estilismo, un diseño de vestuario, un argumento que me tiene anclada durante horas y horas, de 72 en 72 minutos, delante del portátil y de seriesyonquis, ésa es Mad Men.

Y si hay un personaje que me cae gordo en Mad Men, y mira que los personajes de Mad Men son de múltiples aristas y pocas simpatías, ése es Don Drapper (el carygrantiano y buenorro Jon Hamm)

Sucede todo lo contrario con su fascinante y muy nutrida lista de amantes (conocidas. Don seguro que tiene alguna más oculta a los televidentes). A cuarta temporada, y como ejercicio exorcizador de la morriña que me produce esperar a la quinta, haré un repaso por estas féminas mientras brindo por ellas.


1) La bohemia liberada y porrera de la primera temporada, sarcástica ilustradora e hijastra intelectual de Dorothy Parker, telecida, melómana, ninfómana y amante de los garitos del Lower East Side (y sus barbudos intérpretes); bellísima Midge Daniels (Rosemary DeWitt) con su perfil un poco a lo Meryl Streep... Sabemos con certeza, porque Midge es así y además estaba coladísima por otro sin saberlo, que Don no le partió el corazón. Quizás en algún momento de su futuro no televisado cantó por él al ritmo de un ukelele nostálgico.

2) la astuta y seria judía, la mujer con los pantalones puestos en cada reunión, la ambiciosa propietaria de los grandes almacenes, Rachel Menken (Maggie Siff),

3) la mujer del cómico, la madurita manipuladora (y realmente, la que estuvo a punto de hacer zozobrar la paz drapperiana)

4) la bronceada Lolita californiana (guiño nouvelle vague a Bonjour tristesse)


6) la cándida y ruborosa profesora infantil, Miss Farnell (adoración de Sally, corredora nocturna, remedo deslucido de Natalie Wood)

Y, entre medias, la esbelta y rubicunda azafata, la secretaria, la vecina enfermera

25 de enero de 2011

por el paladar de August Strindberg


Si hay un restaurante que me chifla de Madrid: si hay un espacio blanco que me seduce, con sus techos enmarcados con yesería en color vainilla, sus ventanales de madera y con su perpetua exposición de fotos de nubosa orilla en blanco y negro, ése es el luminoso semisótano de Collage (en el barrio de Chamberí, a dos pasos de la glorieta de Bilbao).

Lo conozco desde hace muchos años, de cuando algún viernes a la hora de comer me escapaba a regalarme un buen plato de carne de reno a modo de menú del día. Atendía las mesas el mismo pulcro camarero de porte regio, rizos engominados e impecable uniforme negro, un hombre sereno de previsibles y tremebundas pasiones ocultas, como si se acabase de escapar de un rodaje de Ingmar Bergman, un tipo guapo y apuesto con cara de profesor de literatura comparada o de asesino en serie.

El viernes pasado volví a cenar a mi sueco favorito (en rigor, tampoco conozco otro porque en Olsen no he estado nunca). Era el cumpleaños de una persona muy importante que se merece todos los brindis del mundo.

Empezamos con un lingotazo de vodka y unas rodajitas de caviar (Gorbachov llaman jocosamente al chupito de marras) y paladeamos con cautela, como a sorbitos, alargando la noche adrede, el aperitivo de reno y el delicioso salmón marinado con mostaza mientras dábamos buena cuenta de un vino rosado que quisimos portugués (Mateus) por eso de darle a Suecia un toque más cálido. La eficaz camarera subdos nos preguntaba si queríamos más vino y nosotros, que sí, que había que protegerse frente al frío de la noche sueca.

El salmón con mermelada de tomate y queso de cabrales estaba espectacular(es una Suecia poco ortodoxa y sin embargo deliciosa, ésta). El Magret de pato, también muy rico, muy moroso, muy agradable de comer entre las carcajadas de una mesa redonda y enorme plagada de guiris risueños y las confidencias de una pareja en los 50, nuestros vecinos, que no paraba de hacerse carantoñas.

Y de postre llegó el plato estrella, porque el appelstrudel con helado de vainilla de Collage es cosa fina, fina, fina.

Strindberg, con su proverbial liviandad de ánimo, aseguraba -cenizo él- que la felicidad se consume a sí misma, que es imposible que dure para siempre, que, indefectiblemente, se agota y que el hecho de saberlo, el presentimiento de su finitud, de su necesidad de resquebrajamiento, destruye la felicidad, siempre, en su misma cima.

Pues se equivocaba Strindberg. Hay ratos que la felicidad dura para siempre.

22 de enero de 2011

Por la tele de tubo catódico del bar frente al puti

vaya por delante una aclaración: no tengo constancia empírica e irrefutable de que Topaz sea, como dejo caer en el título de este post, un lupanar. La estética, desde luego, la comparte, pero quizás no sea, después de todo, una casa de lenocinio...

Lo que me consta es que, frente a su puerta de terciopelo burdeos hay un bar de abuelos que ahora regentan un chino encantador y su sonriente familia (hablaré otro día sobre David, una gozada de chavalín de unos dos años). A mí me gusta bajar a veces a cenar sándwitch mixto con tomate y cocacola light y explicarle, cada vez, al chino tras la barra, qué es un sándwitch mixto enriquecido con rodajas de tomate.

Mi dieta para cenas, en todo caso, no es el objeto de esta diatriba. Es la tele.

En una de las esquinas del bar en cuestión, sobre una apartada balda solitaria, en las alturas de una de las ornadas esquinas del garito, descansa, apagada, una tele de tubo catódico de, diría, 28 pulgadas. Está sola, apartada y parece que mira con resentimiento la flamante pantalla plana nueva que, sobre la puerta del local, en una balda privilegiada, centro de todas las miradas presume de sus -no tengo que aventurar ahora porque conserva la pegatina de recién estrenada- 40 finísimas pulgadas.

El Atlético de Madrid - Osasuna alborota el tugurio atiborrado de viejecitos del barrio y yo me paro a dedicarle un brindis a la tele abandonada, que en su banquillo, espera y maquina, lo sé, la derrota, la avería futura, de su nueva, esbelta y rimbombante sucesora esquelética.

Fin del brindis: Si no habéis leído "Bar Sport" de Stefano Benni, os lo recomiendo mucho.

11 de enero de 2011

Por los donuts

... pero no los bombón, que están tan ricos que pueden alegrar cualquier mañana.
Ni por los fondant, que están todavía mejor.
Tampoco por los del Dunkin, tentación hace mucho mucho tiempo eliminada por completo de mi dieta.
Ni siquiera por los de azúcar, apuesta segura, golosinería hecha bollo con agujero.

No, un brindis por mi nuevo Donut de Claire's, artilugio capilar apañado donde los haya con el que yo (a quien las puntas de mi última capa raquítica llegan apenas a rozar la clavícula si no estiro mucho el cuello), yo, decía, me siento cual Audrey Hepburn, cual Betty Drapper a la romana.



(grandísima escena Martini con Betty perpetrando un chirriante italiano con acento yanqui. Un día, pronto, dedicaré varios brindis a mis personajes y momentos predilectos de esta grandísima serie)

Mi donut, en potencia, antes de enredarse en mi blanda melena, luce así. Si no lo tenéis aún, hacéis mal.

10 de enero de 2011

Por una ausencia bacalaera

Este brindisino va por un vacío, por un hueco, por una falta.
Va por la nostalgia de su esbelta figura en la balda correspondiente de la nevera del súper
Por la añoranza de una hilera de pequeños paquetes sobre un melancólico precio desierto.
Porque hoy me apetecía horrores hacerme con uno de mis productos favoritos de la sección de "pescados envasados" y comerme para cenar una tosta deliciosa de tomatito, rúcula y pasta de bacalao Royal, delicia de las delicias.
Estaba la rúcula (rareza en mi Día), estaba el kumato (rey de los tomates en su pasillo verdulero) pero faltaba mi crema de bacalao.
"Mañana será otro día" me he dicho a mí misma cual Escarlata O'Hara camino de las cajas.
Mañana, sin duda, volveré a por mi bacalao delicioso.

9 de enero de 2011

Pour les mademoiselles de Dijon

Cuando yo era joven (hará 7 u 8 años, no sé, quizás 6) tenía unos pantalones amarillos que me gustaban un montón. Eran de verano y me los ponía siempre con una camiseta negra que me daba un toque de abeja maya que, a mí, me parecía de lo más molón.

Me pasaba lo mismo con mis medias Calzedonia en este color, que con un total look negro me parecía que quedaban estupendas y me las ponía sin parar (de eso hará dos o tres temporadas)

El invierno pasado, en la banca del rastro, me compré un traje de chaqueta (3 euros ambas piezas) en amarillo oscuro y aunque la chaqueta pereció, sin usar, en la última mudanza (eran muchas hombreras sus hombreras...) la minifalda mostaza me la he puesto un montón de veces, casi siempre con un jersey negro. Me parecía que me quedaba setentero y que daba mucha alegría en estos días de lluvia que nos regala el pérfido mes de enero.

Resulta que este año el mostaza es lo más.

Palabrita de streetstyler.



De blogger


Y de trendsetter


De Jovovich a Ashley Oslen...


Yo tengo fichadas algunas cosas. A ver si en las rebajas, cae algún souvenir de Dijon...