25 de octubre de 2010

Por la "Casa de las Torrijas"

Yo, debo confesarlo inmediatamente, adoro los bares "de toda la vida", la estética viejuna de tabernilla ajada y castiza, la tasca de azulejo y gamba a tierra.

Entre un lounge-bar de claroscuros flúor y un buen tugurio aguardentoso, entre un 'penhouse' de camas balinesas y un arcaico bareto para jubilados, me quedo, alegremente, con los segundos.

Si Madrid está llena de garitos, hay muchos del tipo que a mí más me gusta y que bien merecerían un post como éste; de casi ninguno sé el nombre verdadero, me oriento por su ubicación y los recuerdos que pueda guardar de ellos: el bar de la muerte de Tirso, el de los cuentos chinos de detrás de Sol, el de la víspera de Navidad de Quevedo, el de la noche con Olga de San Vicente Ferrer, el que llamábamos del enano verde en las juergas con Elena... Otros mantienen su egregio nombre en mi memoria como un trofeo "La Venencia", "El Palentino", "La Casa de Granada"... y aún otros tienen un aire de impostura gafapástica que me hace dudar de su honestidad (¿fue siempre tan cool el Maño? ¿y el Dos de Mayo? ¿y las tintineantes Bodegas lo Máximo en que hoy sirven un ominoso garrafón?)

Entre todas estas estas cantinas de abolengo hay una por la que quiero brindar ahora y quiero hacerlo porque este fin de semana me eché unas buenas risas bebiendo su vino de la casa a 90 céntimos, pelando los pistachos de sus tapas y cotilleando las batallitas del par de borrachas afincadas en su barra de azulejo. En la callejuela de la Paz (a continuación de Correos), un par de pasos después de ese paraíso para las cosedoras y 'duityurselfistas' que es Pontejos, frente al fantastma de ese teatro maravilloso que fue el Albéniz, está la Casa de las Torrijas, el As de los Vinos, según proclama orgullosamente el precioso espejo de su salón.

Que nunca, entre las veces que he ido, me haya apetecido una torrija (de 1,30), que no me haya atrevido con sus olorosas raciones de callos (6 euros) o que el pequeño camarero de calva repeinada no se parezca nada de nada a Kortajarena (por más que no deje de ligar con las borrachas), es lo de menos. Este mesoncillo legendario a la vera de la puerta del Sol es un tesoro. No en vano, según reza un letrero, fue fundado, nada menos, que en 1907.

Siempre lo he pasado de miedo en la "Casa de las Torrijas". Su luz de gas, sus espejos omnipresentes, sus maleteros dorados, como de tren, sobre los banquitos de sus paredes, sus carteles de toreros y manolas, sus preciosos azulejos verdes y azules, sus polvorientas botellas de Soberano en exposición, su desubicado gato chino de la suerte (un gatito dorado de los del todo a cien) y sus mesas de colores brillantes con vehementes anuncios sobre las propiedades reconstituyentes del vino le ponen a uno de buen rollo.

Le da ganas a cualquiera de irse de farra, de beberse la vida a sorbos felices y de brindar sin parar por las cosas bellas.

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