14 de octubre de 2010

Un brindis por Senegal

por la caótica cordialidad del aeropuerto Leopold Senghor donde te aturrullan con promesas de taxis, de cambio, de "cefas" .CFAs-, de souvenires, de hoteles baratos... y, a la vuelta, mientras pasas la bolsa por el escáner, un segurata te pregunta si no te irás de vuelta a casa sin haber bailado lo suficiente (jamás me habían hecho semejante pregunta en un aeropuerto).

un brindis por el thof a la brasa, por los calderos de thiebudien, por las gambitas de Cassamance, por los trillones de calorías de la riquísima salsa del mafe, por el zumo de baobab, por las inconfundibles Gazelles, por el olor del kinkiliban con leche condensada (que allí sabe más que en ningún otro sitio a Gloria) y por esa deliciosa pasta de chocolate y cacahuetes que se llama Chocolion -c'est bon!- (la nocilla senegalesa).

por las canciones de Youssou'N'Dour, por los bubús con diseños batick (que se inventan artistas como la bella Ndeye), por los minibuses pintados de azul, por los taxi brousse en las gares routieres, por los omnipresentes autobuses 'tata', por las telenovelas al ritmo de tonadas ochenteras ("Si tú eres mi hombre...") y por los altísimos fromagers sagrados.

Un brindis por las olas que bañan la isla de Karabane (con sus barreras de manglares, sus palmas infinitas, sus cangrejos violinistas, sus niños preciosísimos, sus tambores y yembés en el Calypso y la encantadora cordialidad de Mª Hellene -que es una apasionada del Scrabble). Un brindis por los delfines que acompañan a los ferrys por el río.

...por la cálida y cercana personalidad de los Djola que, cuando te cruzas con ellos, no dejan de sonreirte y lanzarte su kassumay! (¿cómo estás?), un brindis por la fiesta del ekonkong, por los campos de arroz cuajados de ranas tras los chaparrones, por los caracoles más enormes que he visto nunca y por las carcajadas constantes que suplen las veladas de bares cuando se va la luz y tampoco funciona el agua corriente.

Un brindis por el bullicioso frenesí de los mercados (los olores de Ziguinchor, las telas de Sandaga, el colorido eclecticismo gamberro de Kermel -donde te cambian el chubasquero por la magnificente talla en ébano de una girafa y donde siempre, siempre, siempre, hay que insistir a los vendedores Wañi-koo!)

un brindis por los colores ocres y dorados y las flores de bouganvilla de ese tesoro colonial de infausta memoria que es la pintoresca Isla de Gorée (imperdonable no detenerse ante la puerta de no retorno de la Casa de los Esclavos)

Un brindis por los bellos y esbeltos senegaleses y senegalesas, por las risas omnipresentes de los niños (tangal, tangal!) y de los mayores, por los paseos en bicicleta, por una cordialidad generosa y constante, por un país tan bello, tan desmesuradamente fascinante... que hace que uno, en la puerta de embarque, ante el previsible ataque de la morriña, no dude en ponerse a pegar brincos con el segurata al que le gusta bailar.

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