16 de febrero de 2011

por Santi Santamaría


Yo lo conocí por suerte: le pasa a mi trabajo que te pone a menudo en contacto con gente absolutamente fabulosa.

Cerraba unos talleres de cocina 'ecoculinaria' en ese hotel tan kitsch y tan respingón que es Hesperia Madrid y reflexionaba con veneración de enamorado sobre los aromas y los gozos de la trufa. Me acuerdo de que un periodista -que al final es un dandy y otra persona fantástica- le volvió loco. Y él mimaba cada ángulo de la cámara, cada detalle de su maravillosa cocina de sartenes de bronce en esa cueva de los tesoros que es Santceloni, recuerdo que analizaba cada perfil, para que no hubiera algo chirriante, y saboreaba cada palabra que repetía con paciencia de estoico y con mirada de sabio.

Paraba un segundo a preguntarle al friegaplatos por su familia en Guinea y se sabía su nombre y que tenía mujer y una hija y se reía el equipo de cocina con él y desde el más pintado al más gruñón en la cocina, ponía cara de empollón como ante una especie de papá bondadoso.

Le volví a ver arrimado a las preciosas langostas y cigalas de Pescaderías Coruñesas, filosofando sobre la piel del pescado, sobre el paladeo de las escamas y sobre los tesoros de su patria chica. Tuve la fortuna enorme de que, junto a un grupo de periodistas y abuelitos intrépidos nos hiciera de Cicerone por los laberintos de Mercamadrid cuando alboreaba un sábado de otoño y le recuerdo abrazado a un melón y mirando con arrobo un calamar e hinchando los pulmones ante los fragantes cajones de ciruelas. Y luego me acuerdo de él hablando sobre su perplejidad frente a los enormes casinos de Singapur o al constatar las costumbres de sus clientes en Dubai, todo a la vera de los callos a la madrileña más madrugadores y más ricos que he comido nunca.

A mí me da una pena enorme que se haya muerto Santi Santamaría, y no porque siempre me guiñase un ojo (como hacía con todo el mundo a quien sonreía), sino porque lo vi acariciar un hígado de pato con deleite, y le escuché divagar, con un cariño transparente e infinito de las mariposas que cazaba de pequeño y se notaba que era feliz al reírse sobre cómo aprendió a cocinar fisgando entre los fogones de su madre y porque a menudo tenía esa mirada tan melancólica en las fotos, y por su acento de mar de la Costa Brava y porque le escuché contar a un periodista lo que le apasionaba dibujar sus propios menús y referirse con amor inusitado a su mujer. Y me da una pena terrible porque una vez me dijo que la comida siempre está más rica si la adereza el cariño y porque en sus ojos se notaba que veía la vida con mentalidad de tragón irrefrenable.

A Santi, que seguro que tiene revolucionados ya a todos los ángeles pinches del cielo de los cocineros, le dedico este brindis tan triste que me gustaría que tuviera el regusto del foie-gras del Ampurdán, de las almejas a la marinera, las lentejas tempraneras y los tomates recién cortados.

3 comentarios:

  1. Ana, pero qué cosa más bonita! Sin conocerle en persona me muero de pena :(

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  2. Qué suerte haberlo conocido. Suscribo el comentario de Patch: con tus palabras has hecho que abracemos a Santi Santamaría.

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  3. Precioso artículo. Descanse en Paz.

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