que era el hijo de un relojero de New Jersey; un chaval que, desde muy chiquitín, se empeñó en aprender las técnicas del grabado.
Un brindis por Asher, quien resulta que se hizo un experto en la técnica de marras y no había quien le hiciera sombra grabando billetes, postales, membretes, ilustraciones para las obras completas de Lord Byron o estampas para el Quijote, de don Miguel de Cervantes... Y hablamos de aquellos años en los que, en Tara, la señorita Escarlata tenía una cohorte de esclavos, días felices en que los confederados y los unionistas aún no habían empezado a tirarse los trastos, y las bombas, a la cabeza.
(Asher grababa y grababa en el taller familiar y reproducía, con el llamado "torno de mandil", invento de su hermano, sus orlas sicalípticas y sus filigranas descabelladas que procuraban que los falsificadores de moneda se tirasen de los pelos).
El joven Asher, que aparece en un retrato de Trumbull con cara de presunto pecoso, la mirada limpia, la pose gallarda, el ceño de concienzudo "selfmade-man" americano, se merece un brindis anacrónico en la distancia (al joven Asher de la pintura recién mentada le acababa de encargar el maestro Trumbull una reproducción en grabado de su célebre "Declaración de la Independencia" y, por pulcro y mañoso, le iba a pagar, nada menos, que 3.000 dólares de entonces por su trabajo, un pastón mayúsculo).
Asher se merece, en mi opinión, este recuerdo elogioso, tanto por sus pacientes retratos de viajeros, como por sus dibujos en plumín de ramas y de nubes y por sus portentosos paisajes de la impactante Costa Este americana (abedules, robles y coníferas que ya querría para sí Pocahontas).
Asher, que allá por 1830 era quizás el mejor pintor de paisajes entre San Francisco y Brooklyn, decidió, cumplidos los 44 años (y se merece otro brindis por ello) que tenía que instruirse como artista y se pasó un año sabático vagabundeando entre Roma y Florencia, entre Londres y la rive gauche parisina (Italia fue su refugio predilecto, le chiflaban los spaguetti).
Volvió a la madre patria americana; pintó, hasta los 83 años, lagos infinitos, robles solitarios y atardeceres a la vera del río Hudson y, cuando dejó su estudio, se pasó los últimos 7 años de su vida dando paseos interminables y maravillándose, dicen, ante la intimidante, bellísima, soberbia naturaleza que tantas veces había pretendido capturar en sus pinturas.
Yo brindo por Asher B Durand, por el retrato con cara de pícara de su hija recién despertada de la siesta, por sus cuidadas moleskines apaisadas llenas de bocetos, por sus retratos de barbudos y sus puestas de sol en las colinas Beacon.
La Fundación Juan March recoge, por primera vez en España y hasta el 9 de enero, una pequeña muestra de la colección de este artista, exponente destacado, señalan, de la llamada "Escuela del río Hudson".
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