Anteayer, mi amiga E* me trajo a casa un sofá cama. Es un futón de Ikea desmontable en el que dormía en su casa de Aluche, mientras fui su coinquilina. Marcos -que entonces debía de tener poco más de dos años- me ayudaba a recomponerlo los sábados y los domingos por la mañana y nos inventábamos que era un tren transiberiano o un avión de camino a China (siempre a China, nuestra aerolínea imaginaria no tenía ruta a ningún otro aeropuerto). Mis sábanas azules formaban olas a la orilla del solecito indolente del fin de semana, y entre ellas buscábamos pulpos despistados y sirenas perezosas.
Como mi amiga E* cambia de ciudad y deshace su casa, me pregunta si quiero mi sofá de vuelta. Yo me imagino que quizás pueda conservar, prendida entre las tablas de su somier, alguna chinita de aquellas playas asiáticas que nos inventábamos, y como, encima, me hace apaño y no quiero que lo tire, le pido, por favor, que me lo devuelva. Y ella es tan amable y tan encantadora que me lo trae hasta la casa nueva.
Y con el sofá vienen tres o cuatro bolsas llenas de cachivaches porque yo, que adoro los tesoros y las cosas bonitas, tengo la pésima costumbre de irlas dejando olvidadas por cualquier parte y, muy particularmente, entre mudanza y mudanza.
Y entonces, desmontando las bolsas de quincallería, maquinando sobre dónde voy a hacer desaparecer tantos papeles, fotos, cacharros, cuadernos y bártulos olvidados, sucede el momento epifánico que motiva este brindis.
Porque es entonces, asomada a las bolsas de plástico, cuando ocurre que me hermano con Proust, embelesado ante su magdalena empapada en té, con Marty McFly, anonadado ante su Delorean, porque me voy encontrando con mis maravillas y cada una tiene su memoria.
La pluma que me regaló mi amigo P* y con la que habría de firmar mis primeros autógrafos, mi libro de fotos parisinas a lo Doisneau, en el que planificaba mi futura mudanza a la Ciudad de la Luz; las llaves (tanto tiempo perdidas) de la casa de mi abuelo y otro montón de llaves que ni me acuerdo de dónde son, las postales de Berlín y de París que escribí -no recuerdo ya del todo a quién ¿o sí?- y que no llegué a enviar nunca; el gloss que compré en el aeropuerto Charles de Gaulle justo un minuto antes de embarcar antes de mi segunda aventura en Nueva York, el anillo de plata con esmalte verde que me dejó utilizar por primera vez mi abuela cuando tenía doce o trece años y que utilicé todo aquel invierno como amuleto, una figurita de plástico de Blas que me regaló mi amiga A* y aquella maravillosa cajita de música que en los días de lluvia de Astoria (Queens) me aseguraba que el sol llegaba después de cada invierno (Little, darling, it feels like years since it´s been here)...
Y cada cachivache y cada fotocopia de esa tesis que nunca llegué a presentar, y cada libro (El Señor de las Moscas, The Zen Pupil, El manejo de la imagen en la filmografía de Alfred Hitchcock...) y cada foto (mi hermana Martita tan pequeña de la mano de mi padre por el Paseo del Prado, mi autoretrato con el pelo corto en Santa Isabel...) me guiña el ojo antes de contarme una batallita que tenía empelusada y polvorienta en algún recoveco de mi mente. Y casi me sobrepongo de la morriña de haber dejado escapar durante tantos meses y meses estos tesoros, casi me perdono inmediatamente por haber ninguneado estos recuerdos, por la alegría inusitada que me remueve el reencontrarlos.
Y, al calorcito soleado del puente, entre bártulos, cajas de perfume todavía olorosas, bolsos viejos y espejitos de plata ennegrecida, entre cuadernos emborronados de proyectos que a veces se cumplieron y otras no, entre regalos y entradas amarilleadas por el paso de los días, me siento feliz de tener tantas cosas buenas de las que acordarme. "Here comes the sun, dubidubi, here comes the sun and I say... it´s all right"
Los cachibaches traen recuerdos maravillosos y muchos días necesitamos recordar las cosas buenas.
ResponderEliminar¿por qué será que nos acordamos mucho más de las desgracias?
Me gusta tu blog, muy positivo e interesante
Besos
Muchísimas gracias, Chus!
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